Puchi fue un conejo negro de buen ver (parecido al de la foto), con el que un amigo de mis abuelos decidó obsequiarles una tarde de verano. En un principio, al pobre se le quedó cara de circunstancias cuando mi abuela, en vez de agradecerle como es debido el regalo, le gritó "¡¡¿Qué has hecho?!!" Pero el hombre enseguida entendió. Me faltó tiempo para salir corriendo, quitárselo de las manos y bautizarle con el primer nombre que se me ocurrió. Es una ley no escrita de las mías: "si tiene nombre propio, no es para comer".
Veraneábamos en La Manga, en una casa de planta baja y con todo abierto, así que rápidamente me encargué de la seguridad de Puchi asegurándome de que todas las puertas estuvieran cerradas. Por razones obvias, esto duró cinco minutos.
Lo siguiente fue colocar cartones y cosas por las puertas para que no se escapara. Esto duró un día.
Después me obligaron a guardarle en el baño. Esto duró dos días. Justo el tiempo que aguanté sin ir a bañarme a la playa.
Cuando volví... la tragedia: la puerta del baño estaba abierta. Mi abuela trataba de convencerme de que en un descuido se había salido por la terraza de atrás. Hubiera resultado una excusa convincente de no ser porque mientras, se afanaba en limpiar la barra de despojos. Yo alucinaba. ¡Cómo podía una abuela mentir tan descaradamente! ¡Cómo podía, delante de mis narices, tirar a la basura una bolsa que chorreaba sangre y creer que me estaba engañando! ¡¡¡Y cómo podía tener la poca vergüenza de decirme que lo que llevaba la paella era pollo!!!
Por supuesto ese día no comí, y pasé el resto de la semana divorciada de mi familia e indignadísima.
Pero nada de esto la va a pasar a Bibe porque ya se está consolidando como mascota; puede ponerse todo lo grande y gordito que quiera. De hecho, para los japoneses comer conejo es como para nosotros comer perro.
